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Fuimos tras la vida.
Cargamos mochilas en un viaje con mala noche que nos trajo de Lima a Tumbes por el aire y luego en buses apurados que escapaban del paro que se anunciaba en Guayaquil a partir de las 00 horas. Sudamérica tiene todavía tanto por crecer.
Migraciones y todo eso es inevitable. Los militares son iguales en todos lados.
Con un poco de paciencia y discreción evitamos quedarnos encerrados con ellos y sus botas de mala calidad y pésimo gusto.
Montañita nos recibía húmeda, libre y sin sol. Es una hermosa tierra civilizada por salvajes y amantes de la vida. Estábamos en casa.
Vivimos del mar, compramos papel rizla en una tienda de artículos
hemp atendida por dos encantadores amantes de la
ganja, comimos el peor ceviche de nuestra vida y nos emborrachamos con whiscola.
El postre fuimos nosotros.
Cargamos con arte, empanadas, piedras, escritos, sonrisas y nos fuimos a Máncora. A la vuelta otra vez la milicia ecuatoriana nos despedía a gritos.
Máncora nos recibió a besos de sol y elegimos mudarnos a la playa. Nuestra primera fiesta comenzó con cerveza desde las 10 de la mañana y terminó con baile, besos y sanguches de carretilla en la madrugada.
Luego vino Zorritos y su mar tibio. Cielo cubierto pero cubiertos llenos de excelente comida.
Dije que Kerouac y los beats son todo. Ella me dijo que Bayly como escritor es un buen periodista. Brindamos por nosotros y la vida. Comimos el mejor ceviche de nuestra vida todos los días. Vino blanco por las tardes para ver el sol extinguirse en el mar. Vino tinto para la arena tibia, la noche frente al mar y el diluvio estelar.
Desayunamos piel con amor y fugamos a otras arenas. Pocitas, Los Órganos. Largas caminatas. Fotos, risas y textos. Noche con vodka traicionero riendo al ver como una jauría de citadinos sodomizaban a una pobre gringa borracha que sentía vivir una experiencia cósmica en una playa perdida o en un capítulo de algún bodrio tipo
Lost, devorada por los aborígenes de la región. Digno de NatGeo.
Nunca supimos si sigue con vida.
Siguieron despertares que acariciaban la perfección.
Seguimos al sol y nos bautizamos religiosamente cada día en el Mar de Grau. Por las tardes disfrutamos del pan casero de Santiago, hecho en el horno de su hogar-panadería. El favorito; jamón y queso. Los churros con manjar blanco ideales para el bajadón. Ya de noche, los Mojitos del Surfer's Bar en el Happy Hour más japi de todo el día. Buena música, excelente ubicación para ver desfilar a toda la fauna mancoreña. Garabateamos las paredes del baño dejando más de un mensaje, dibujos y firmas.
Amanecía otra vez y desde la ventana del cuarto la inmensidad azul nos señalaba el camino.
Inventamos canciones y las cantamos con los ojos puliditos. Ella disfrutaba el mejor instante cuando una raya escondida en la arena quiso dejar una firma en su pie. Era nuestro último día. Nunca vi a nadie sentir tanto dolor físico. El doc de la posta era un surfista amable y fuma-ganja que sudaba preocupado al verla temblar de dolor. 30 minutos y cinco inyecciones después el dolor pasó. Su pie parecía un hermoso tubérculo tatuado con tres estrellas.
Tras empacar con nostalgia limeña y desalojar a un ratón que había colonizado mi mochila nos despedimos de la playa, bendecidos y purificados.
Mientras escribo esto observo el cielo acá. Algo me dice debes volver.
Desde ya soy dichoso.
Tu dirás...
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