
La primera vez que la vi fue en la iglesia.
No recuerdo antes haber sentido que algo divino estuviera en la tierra tan cerca a mi y me hubiera tocado.
Escuchar la misa todos los domingos era algo que al comienzo mi madre me obligaba a hacer. Puedo confesar sin miedo que realmente detestaba no poder estar en la playa, jugando cartas o simplemente no haciendo nada en vez de tener que ir a la iglesia a escuchar la Santa Misa. Me resultaba aburrido, agotador, sin sentido. Lo digo sin ofender, siendo honesto, pero siempre terminaba por ir cada domingo simulando ser un creyente más cuando en verdad no creía en nada ni en nadie.
La iglesa en aquel tiempo era como una cárcel para mi. Dentro de ella, toda la hora que duraba la misa me sentía como un prisionero. Trataba de hacer que mi mente se distrajera en las cosas más tontas. Comencé memorizando todo; las palabras del padre, las apasionadas y delirantes canciones religiosas, luego los rostros, la ubicación de algunas personas. Llegué a detectar quienes daban limosna y quienes no, quienes realmente eran creyentes y quienes no. Descubrí sutiles códigos entre las personas en sus manos, sus miradas y las posición de sus cuerpos. Aún así me la pasaba aburrido. Lo peor llegaba cuando el padre invitaba a todos a darnos fraternalmente la paz. Esa espantosa sensación de tener que tocar a un desconocido y decirle sin sentirlo -
la paz sea contigo- me producía una repulsión espantosa. Hombres, niños, señoras; siempre tenía a alguien cerca que volteaba repentinamente sonriendo y me tenía que dar
la paz. Atroz. No sabía qué cara poner, no sabía qué decir. Lo peor era cuando un anciano lo hacía. Esas manos arrugadas, temblorosas, llenas de manchas posándose sobre mi hombro, tocando mi brazo, a veces mi mano. Era demasiado para mi. En aquellos tiempos me resultaba imposible evadir esa responsabilidad y no me era nada cómoda esa carga, esa presión familiar, esos sentimiendos estrellándose en mi corazón. Llegué a sentir que todo en la iglesia me observaba, desde las personas hasta las imágenes. Entonces cuando ese pánico me colmaba llegaba lo peor -
hermanos, démonos fraternalmente la paz-
Una vez, preso de esa crisis de domingo, fui finalmente bendecido. Si, no exagero. Fui realmente tocado por un ángel. Aquella vez no fue una mano robusta, ni unos dedos sucios, ni mucho menos aquellos huesudos y temblorosos dedos de epidermis manchada por los años los que me tocaron. Una delicada mano se posó sobre mi, una mano fina, firme, impecable y lozana. Al levantar la mirada un par de ojos marrones me devolvían literalmente la paz perdida tanto tiempo. Fue como un exorcismo, un momento divino, un verdadero milagro. Desde aquella vez mi peregrinaje a la iglesia fue obligado por mi, sólo para verla, para sentirme tocado otra vez por tanta pureza. En casa todos celebraban mi repentina devoción. Me levantaba muy temprano. Llegaba ansioso y transpirado a la iglesia a ubicarla entre tanto cristiano pecador. Una vez localizada, el siguiente paso era acercarme lo más posible, estar tan cerca de ella que llegado el momento de darnos la paz su brazo me pueda tocar y así recibir el mensaje de sus labios, de sus ojos. No me diga nada todavía. Esa niña estaba haciendo que crea en el Señor, en esa fuerza que me invadía y sacudía mi cuerpo. Su sólo contacto me encendía. Por la noches, soñaba con esos ojos, esa expresión y esa mano tocándome. Despertaba excitado y humedecido, sufriendo al contar los días -
todavía falta para verla el domingo - me repetía como azotándome con mis palabras -
todavía falta. Entonces, enfebrecido rezaba apasionado y al dormir volvía a soñar con esa niña, hasta que nuevamente el domingo llegaba, iba a buscarla, me ubicaba cerca a ella y recibía la paz. Pero ultimamente he descubierto que después que ella me bendice con la tibieza en su contacto coronado por las palabras en la más dulce de las voces no puedo evitar llegar a casa y pensando en ese instante tocarme, imaginando que es ella quien me toca.
Me asalta un vértigo por el que me dejo llevar. Me precipito y luego, luego viene la paz, la verdadera y sublime paz. Hoy, ya no puedo evitar hacerlo varias veces, muchas más los domingos después de la misa. Me siento muy extraño.
Padre, usted cree que eso esté mal, cree que voy a ir al infierno?
...